Desde el inicio del ser humano, durante la transición del Australopithecus al género Homo y hace aproximadamente 2,4 millones de años, nuestros antepasados de la Edad de Piedra vivieron como “hunter-gatherers” (en castellano, cazadores-recolectores), a lo largo de aproximadamente 84000 generaciones.

La supervivencia del cazador-recolector supuso una gran cantidad de gasto energético diario en actividades tales como la adquisición de agua y alimentos, y el recorrido de largas distancias para ello, la interacción social, la huida de depredadores y el mantenimiento de la ropa y refugio propios.

El primer científico en abandonar los mitos y la religión para explicar el origen del hombre fue el naturalista británico Charles Darwing, quién formuló sobre bases científicas la teoría de evolución de las especies. Según la teoría darwiniana, el medio determina el mayor o menor éxito reproductor de los individuos, es decir, en el mundo animal sólo sobreviven los mejores adaptados a su entorno, así como los que son capaces de afrontar con éxito las nuevas situaciones. A este proceso de evolución biológica en el caso del ser humano se le denomina Hominización.

A pesar de que Darwin no tenía conocimiento sobre ADN, el Neodarwinismo sugiere que las presiones selectivas del entorno sobre cientos de miles de años han establecido el genoma para cada especie. En base a esta teoría, y siguiendo el hilo esta hipótesis, se especula que aquellos individuos que no tenían la capacidad física para adquirir los elementos necesarios en la supervivencia tenían más probabilidades de tener un conjunto de genes seleccionados para la extinción antes de la edad reproductiva. Es decir, sus genes no eran transmitidos a las siguientes generaciones.

En una era autosuficiente, en la que las vías metabólicas del genoma humano fueron seleccionadas para optimizar el metabolismo hacia la necesidad de actividad física diaria, “sólo sobrevivían los más fuertes”, es decir, los mejores adaptados física y metabólicamente a las exigencias del medio.

¿Y qué ocurre en la sociedad actual? ¿En qué empleamos nuestra energía y cómo la obtenemos?

Con la revolución agrícola (hace 350 generaciones), la revolución industrial (7 generaciones atrás) y la era digital (hace 2 generaciones) se puso fin al periodo de autosuficiencia. Hemos pasado de estar días enteros bajo niveles elevados de esfuerzo físico, los cuales suponían el desarrollo de ejercicio tanto cardiovascular, aeróbico y anaeróbico, como de fuerza, alternados con días menos exigentes, cuando era posible y necesario; a estar sentados en una silla de escritorio en el trabajo, o en el sofá de casa delante de un Smartphone, Tablet o TV, durante la mayor parte de nuestro tiempo.

A su vez, y en cuanto a la ingesta calórica se refiere, hemos cambiado días de hambruna y consumo limitado unidos a la búsqueda activa de alimentos de la naturaleza, con variación en la calidad y cantidad del aporte nutritivo y calórico, a tener todo un frigorífico cargado de alimentos procesados y bebidas ricas en calorías a nuestro alcance y antojo.

Tras la Revolución Agrícola, el aporte y gasto energético ya no están directa, inextricable y evolutivamente vinculados. Mientras que el tiempo de “búsqueda y seguimiento” se minimiza, el consumo calórico es casi ilimitado y no asociado a la necesidad.

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A pesar de estos cambios tecnológicos, sociales y de comportamiento humano ¿Hemos tenido tiempo suficiente para adaptarnos?

El final exacto del periodo de autosuficiencia es debatible. No obstante, resulta evidente que ya sea al comienzo de la revolución industrial, o hace 100 años, la autosuficiencia representa aproximadamente un 99,99% de la historia biológica del género Homo. Esto determina que nuestro genes sigan estando diseñados para la actividad física, la escasez natural de alimentos y la ingesta según necesidad o disponibilidad. Es decir, genéticamente seguimos siendo prácticamente iguales a los primeros homínidos, mientras que a nivel de hábitos de actividad física y alimentación hemos cambiado radicalmente.

¿En qué se traducen estos cambios de hábitos?

Arthur Beaudet ya explicó muy elegantemente en la década de 1990 el concepto de interacción genética-ambiente y su relación con la enfermedad en su declaración: “todos los individuos heredarán una combinación particular de genes con una susceptibilidad determinada a enfermedades, lo cual determina un riesgo relativo que puede combinarse con el componente ambiental y cruzar un umbral biológico que de lugar a una enfermedad clínica manifiesta”.

Como hemos venido comentando, se han producido enormes cambios en ese “componente ambiental” del que nos habla Arthur Beaudet; sin embargo, el periodo de tiempo de esa modificación del entorno es demasiado corto para que los polimorfismos seleccionados sean beneficiosos ante la inactividad física.

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Booth FW et al. Physiol Rev (2017) 1351-1402

Más bien, en las últimas décadas, se ha demostrado que la inactividad física altera la expresión de proteínas y el fenotipo de los genes existentes produciendo maladaptaciones tanto metabólicas: disminución de la densidad mitocondrial y de la capacidad de oxidación de los ácidos grasos, reducción de la sensibilidad a la insulina, resistencia a la leptina; como sistémicas: reducción en la cantidad y calidad de los tejidos, como atrofia del músculo esquelético y pérdida de densidad mineral ósea, disminución de la función cardiorrespiratoria, disminución en el consumo de oxígeno máximo (VO2máx), depresión e ineficacia del sistema inmune, alteraciones cognitivas y de salud mental, trastornos psicosociales, alteraciones del sistema cardiovascular, etc.

Existe además evidencia epidemiológica de que la inactividad física causa factores de riesgo que aumentan la morbilidad y mortalidad. Actualmente se sabe que la inactividad física incrementa el riesgo de desarrollar más de 35 enfermedades y trastornos crónicos cuya incidencia va progresivamente en aumento y entre las cuales destacan: enfermedades cardiovasculares (45%), diabetes tipo II (26-35%), cáncer de mama (20-30%), cáncer de colon (26-27%) y demencia (31,9%); seguidas de depresión, enfermedad hepática grasa no alcohólica, osteoporosis y osteoartritis, sarcopenia, otros tipos de cáncer, ansiedad y una muerte prematura, entre otras.

Los expertos en el campo apoyan la existencia de altos niveles de inactividad física en la sociedad actual, afirmando que “los patrones actuales de actividad física son innegablemente los más bajos de la historia de la humanidad, con disminuciones marcadas en las generaciones recientes y proyecciones futuras de disminución en todo el mundo”. Actualmente, el 30% de la población mundial no cumple con las recomendaciones mínimas de ejercicio de la ACSM, es decir, 2.500 millones de personas serían consideradas inactivas según los estándares de las normas de actividad física de Estados Unidos. En España, la media nacional de sedentarismo total es del 23% y los datos van en aumento.

A pesar de los numerosos beneficios biológicos conocidos derivados de la actividad física, hay evidencia científica de que los mecanismos moleculares y bioquímicos difieren entre la realización de ejercicio y la inactividad física, es decir, no podemos asumir que la transducción molecular del ejercicio es la mera reversión de la inactividad. Como consecuencia, la prescripción de ejercicio en las enfermedades y trastornos crónicos mencionados ha de ser estrictamente personalizada y llevada a cabo por profesionales especialistas en este campo.

¿Sería factible vs posible buscar un fármaco o medicamento que proporcionara todos los efectos positivos sobre la salud que nos proporciona el ejercicio? ¿Merece la pena el esfuerzo? ¿Es hora de adoptar una actitud activa en relación a la salud?

La presentación de este panorama tan negativo no tiene objetivo más allá de la mera reflexión y concienciación. Tenemos en la actividad física un arma terapéutica enormemente poderosa en la prevención y tratamiento de enfermedades crónicas y en el aumento de años de vida saludables. No queremos olvidar, a pesar de no ser tema principal de esta entrada, la importancia de los hábitos nutricionales en la salud y bienestar, fundamentales en la prevención y abordaje de los pacientes con tales condiciones crónicas. Tanto para el ejercicio como para la alimentación, es estrictamente necesario un empoderamiento del paciente en su tratamiento y proceso de salud. Aun así, sigue estando en nuestras manos promover el cambio de paradigma y la situación actual de malos hábitos, cronicidad y baja calidad de vida.

Juan Montaño Ocaña

Grupo de Investigación Dolor Musculoesquelético y Control Motor UE.

tmouniversidadeuropea@gmail.com

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